El ladrón del rayo
Mira, yo no quería ser mestizo. Si estás leyendo esto porque crees que podrías estar en la misma situación, mi consejo es éste: cierra el libro inmediatamente. Créete la mentira que tu padre o tu madre te contaran sobre tu nacimiento, e intenta llevar una vida normal.
Ser mestizo es peligroso. Asusta. La mayor parte del tiempo sólo sirve para que te maten de manera horrible y dolorosa. Si eres un niño normal, que está leyendo esto porque cree que es ficción, fantástico. Sigue leyendo. Te envidio por ser capaz de creer que nada de esto sucedió. Pero si te reconoces en estas páginas —si sientes que algo se remueve en tu interior—, deja de leer al instante. Podrías ser uno de nosotros. Y en cuanto lo sepas, sólo es cuestión de tiempo que también ellos lo presientan, y entonces irán por ti. No digas que no estás avisado. Me llamo Percy Jackson.
El mar de los monstruos
Mi pesadilla empezaba así: Estaba en una calle desierta de un pueblecito de la costa, en mitad de la noche, y se había desatado un temporal. El viento y la lluvia azotaban las palmeras de la acera. Una serie de edificios rosa y amarillo, con las ventanas protegidas con tablones, se alineaban a lo largo de la calle. A sólo una manzana, más allá de un seto de hibisco, el océano se agitaba con estruendo. «Florida», pensé, aunque no estaba muy seguro de cómo lo sabía. Nunca había estado en Florida. Luego oí un golpeteo de pezuñas sobre el pavimento. Me di la vuelta y vi a mi amigo Grover corriendo para salvar el pellejo. Sí, he dicho «pezuñas».
La maldición del Titán
El viernes antes de las vacaciones de invierno, mi madre me preparó una bolsa de viaje y unas cuantas
armas letales y me llevó a un nuevo internado. Por el camino recogimos a mis amigas Annabeth y
Thalia. Desde Nueva York a Bar Harbor, en Maine, había un trayecto de ocho horas en coche. El aguanieve caía sobre la autopista. Hacía meses que no veía a aquellas amigas, pero entre aquella ventisca y lo que nos esperaba, estábamos demasiado nerviosos para decirnos gran cosa. Salvo mi madre, claro. Ella, si está nerviosa, todavía habla más. Cuando llegamos finalmente a Westover Hall estaba oscureciendo y mi madre ya les había contado las anécdotas más embarazosas de mi historial infantil, sin dejarse una sola.
La batalla del laberinto
Lo último que deseaba hacer durante las vacaciones de verano era destrozar otro colegio. Sin embargo,
allí estaba, un lunes por la mañana de la primera semana de junio, sentado en el coche de mamá frente a
la Escuela Secundaria Goode de la calle Ochenta y una Este. Era un edificio enorme de piedra rojiza que se levantaba junto al East River. Delante había aparcados un montón de BMW y Lincoln Town Car de lujo. Mientras contemplaba el historiado arco de piedra, me pregunté cuánto tiempo iban a tardar en expulsarme de allí a patadas. —Tú relájate —me aconsejó mamá, aunque ella no me pareció demasiado relajada—. Es sólo una sesión de orientación. Y recuerda, cariño, que es la escuela de Paul. O sea, que procura no... Bueno, ya me entiendes. —¿Destruirlo?
El último héroe del Olimpo
El fin del mundo dio comienzo cuando un pegaso aterrizó en el capó de mi coche. Hasta ese momento estaba pasando una tarde perfecta. Oficialmente se suponía que no podía conducir, porque no cumpliría los dieciséis hasta la semana siguiente, pero mi madre y mi padrastro, Paul, nos llevaron a mi amiga Rachel y a mí a una playa privada de la costa sur, y Paul nos dejó dar una vuelta con su Toyota Prius.
Vale, ya sé lo que estás pensando: «Hala, menuda irresponsabilidad de su parte, bla, bla, bla», pero la
verdad es que a estas alturas Paul me conoce bastante bien. Me ha visto cortar en rodajas a varios demonios y escapar de un colegio en llamas, así que debió de suponer que conducir un coche unos
centenares de metros no era lo más peligroso que había hecho en mi vida.
Bueno, el caso es que Rachel y yo íbamos en el coche. Era un caluroso día de agosto. Rachel se había
recogido su cabello pelirrojo en una coleta y llevaba una blusa blanca sobre el traje de baño. Siempre la
había visto con camisetas raídas y vaqueros pintarrajeados, así que tenía un aspecto tan deslumbrante
como un millón de dracmas de oro.
—¡Para ahí! —me dijo de pronto.
Lo hice junto a un acantilado que se asomaba al Atlántico. El mar es siempre uno de mis lugares
predilectos, pero aquel día estaba especialmente bonito: verde reluciente y liso como un cristal, como si
mi padre lo mantuviera en calma para nosotros.
Mi padre, por cierto, es Poseidón. Puede hacer cosas así
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